Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda
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610. El ministro inteligente
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Juan David Betancur Fernandez
elnarradororal@gmail.com
Había una vez un ministro del emperador que tenía fama de sabio. Todo el mundo le alababa, pero nadie sabía decir por qué.
-Ese hombre es tan tonto como nosotros -comentó un campesino con sus amigos. Sólo porque tiene poder, la gente piensa que es inteligente.
-Si es así, ¿por qué no le desenmascaras? A lo mejor el emperador te nombra ministro.
-Lo haré -respondió el campesino. De eso podéis estar seguros -y todos se echaron a reír, porque pensaban que entre los animales y los hombres que labran la tierra no hay mucha diferencia.
Sin embargo, el campesino poseía una inteligencia despierta y una valentía sin límites. En cuanto llegó a su casa se disfrazó de monje y se lanzó a los caminos.
-Una limosna -decía cada vez que se cruzaba con alguien. Nuestro monas-terio es rico, pero quienes lo habitamos somos pobres.
Raramente se marchaba con las manos vacías. Su interpretación era, de hecho, tan perfecta que un día hasta su mismo padre le echó una moneda.
«iNo me ha reconocido! -se dijo. alborozado, el campesino. Creo que estoy ya preparado. ¿Para qué perder más tiempo?»
Entonces se dirigió al embarcadero. Lo usaban sólo los comerciantes para atravesar con sus riquezas el río. Siempre estaba protegido por soldados y no permitían que nadie se acercara a él.
-No puedes entrar -dijeron al verle. Por aquí pasa tanto dinero que, si no andamos con cuidado, más de un ladrón haría su agosto.
El campesino hizo como si no hubiera oído y siguió adelante.
-Bah, déjale -dijo uno de los soldados. Es un pobre monje. ¿Qué mal puede hacer?
Sin embargo, a los comerciantes no les pareció bien que una persona así atravesara con ellos el río. No estaban equivocados. Apenas se despegó el barco de la orilla, el falso monje empezó a repartir entre ellos cuentas para recitar los cien nombres de Buda y dijo:
-Vosotros chupáis la sangre al pobre y engordáis con ella. Arrepentíos y quizá logréis romper el penoso ciclo de la reencarnación.
Algunos estaban tan asustados por la velocidad de la corriente que preguntaron:
-¿Qué podemos hacer? ¡Nosotros somos comerciantes! El falso monje respondió:
-Repetid los cien nombres de Buda.
Los comerciantes así lo hicieron, pero el monje no parecía satisfecho.
-¿Es que no notáis la presencia de la muerte? -gritaba sin cesar. ¡Repetid con más fuerza los cien nombres del Inmutable!
Los comerciantes los recitaron con tanto empeño que se hipnotizaron unos a otros y cayeron en trance. Entonces el campesino les robó todo lo que llevaban y se marchó nadando hacia la otra orilla.
En cuanto se enteró de lo ocurrido, el ministro sabio no salía de su asombro.
-¿Que un monje ha desvalijado el barco de los comerciantes? -preguntaba, irritado.
-Sí -respondieron algunos de ellos. Ha sido un castigo divino. Nosotros mismos vimos cómo el monje volaba por los aires.
El pueblo se enteró de lo ocurrido y empezó a comentar:
-Nuestro ministro no es tan sabio como creíamos. Si un monje es capaz de robar y quedar impune, ¿qué no podrá hacer un bandido?
Aquella noche el campesino volvió a preguntar a sus amigos.
-¿Veis cómo tenía razón? Hasta las personas más ignorantes se han dado cuenta de que nuestro ministro es incapaz de capturar a un pobre monje.
-¿De qué te extrañas? -le respondieron. Ese hombre era un enviado de Buda. ¿Cómo se puede apresar a quien puede volar por los aires?
El campesino tuvo, pues, que volver a disfrazarse. Esta vez se vistió de mujer. Como era joven y tenía los ojos tristes, apenas se notaba que era un hombre. Además, poseía un perfume que emborrachaba los sentidos. Se lo hab