Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda

632. El sanador

Juan David Betancur Fernandez Season 7 Episode 61

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Juan David Betancur Fernandez
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Había    una vez En la luminosa ciudad de Córdoba, donde las calles estrechas estaban perfumadas por el azahar de los naranjos y el murmullo de las fuentes susurraba entre los muros blancos un medico médico cuya fama se extendía más allá de las tierras de Al-Ándalus. Su nombre era Farah, y su sabiduría no solo se reflejaba en sus vastos conocimientos de la medicina, sino también en su inmenso corazón.

Farah atendía a todos aquellos que llegaban a su puerta, sin importar su condición. Los ricos le pagaban con oro, pero a los pobres les daba su ciencia sin pedir nada a cambio, pues creía firmemente en que la salud era un derecho de todos. Sin embargo, aunque su compasión era infinita, el tiempo no lo era.

Una noche, cuando el médico Farah  ya había cerrado su consulta y apenas le quedaban fuerzas tras una jornada agotadora, alguien llamó insistentemente a la puerta. Farah abrió y vio a un hombre desaliñado, con el rostro demacrado por la enfermedad y los ojos inyectados en desesperación.

—¡Doctor, necesito que me atienda ahora mismo! —exclamó el hombre con voz rasposa.

El médico, con paciencia, le explicó que ya era tarde y se sentía tan cansado que no tendría la inteligencia y la paz del alma para poder curarlo  y que debía regresar al día siguiente para que pudiera atenderlo debidamente. Pero estas palabras encendieron una furia ciega en el enfermo. Su desesperación se transformó en enojo, y su enojo en odio.

—¡Eres un impostor! ¡Solo ayudas a quien te conviene! —gritó, antes de alejarse dando un portazo.

Farah suspiró, pero no dijo nada. Sabía que la enfermedad no solo afectaba al cuerpo, sino también al alma.

A la mañana siguiente, cuando el médico acompañaba al sultán Orah en su majestuosa carroza, recorriendo los mercados bulliciosos donde mercaderes ofrecían sus especias y sedas, el mismo hombre apareció de repente. Como una tormenta desatada, se interpuso en el camino y, con voz llena de rabia, comenzó a insultar a Farah sin piedad.

—¡Hipócrita! ¡Charlatán! ¡No eres más que un falso sabio!

El sultán, sorprendido por semejante insolencia, frunció el ceño y, sin dudarlo, se volvió hacia el médico.

—¡Esto es una afrenta imperdonable! —exclamó Orah con tono severo—. Farah, te ordeno que le arranques el corazón a este hombre.

El médico inclinó la cabeza en señal de obediencia y no dijo nada. Pero en su mente, una idea comenzaba a tomar forma.

En los días que siguieron, Farah se dedicó en secreto a cumplir la orden del sultán, pero no con un bisturí, sino con la dulzura y la paciencia de un verdadero sanador.

Cada mañana, envió a su sirviente con un jarro de leche fresca para el hombre. Al poco tiempo, pagó su alquiler, evitando que lo echaran de su hogar. También se aseguró de que recibiera los medicamentos necesarios para su recuperación. Día tras día, el enfermo, que había esperado castigo y desprecio, solo recibió bondad. Y esa bondad, como una lluvia suave sobre tierra reseca, comenzó a transformar su corazón.

Al principio, el hombre no entendía. Su orgullo le hacía resistirse a aceptar ayuda de aquel a quien había despreciado. Pero la insistencia de Farah fue más fuerte que su rencor. Poco a poco, la dureza de su alma se fue desmoronando y, cuando por fin la salud regresó a su cuerpo, algo más había cambiado en él.

Pasaron algunas semanas, y un día, mientras el sultán y el médico paseaban de nuevo por la ciudad, un hombre se acercó corriendo. Esta vez, en lugar de insultos, sus labios pronunciaron palabras de gratitud.

—¡Oh, gran Farah! ¡Que Alá te bendiga por siempre! No solo curaste mi cuerpo, sino que salvaste mi alma. ¡Eres el más noble de lo

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