Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda
Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda
308 a. La canción de Navidad (Charles Dickens) 1/5
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El señor Scrooge se había quedado al frente de la contaduría desde que muriera su socio, Jacob Marley. Un negocio que manejaba con corazón despiadado y mano de hierro. Scrooge era un viejo avaro y codicioso, frío como el hielo, carente de empatía y compasión. Nadie jamás lo paró por la calle con alegría, ningún mendigo le pidió una moneda, ningún niño le preguntó nunca la hora. Pero eso a Ebenezer Scrooge no le molestaba. ¡Al contrario! Le gustaba mantenerse a distancia de toda simpatía humana, porque al señor Scrooge no le gustaba la gente.
Aquel día era el día de Nochebuena y hacía un frío crudo y cortante, neblinoso. El reloj de la ciudad dio las tres y ya estaba muy oscuro. El señor Scrooge trabajaba con la puerta de su despacho abierta para poder vigilar a Bob Cratchit, su único empleado, quien aporreaba una vieja máquina de escribir al lado de un minúsculo fuego. La pequeña brasa apenas alcanzaba para calentarle a Bob la nariz, pero el señor Scrooge no permitía gastar casi carbón. Así que Bob trabajaba muerto de frío.
La puerta se abrió y un hombre entró en la contaduría. Era el sobrino de Scrooge.
– Feliz Navidad, tío -exclamó con alegría
– ¡Bah! – gruñó el señor Scrooge – ¡Paparruchas!
Al señor Scrooge no le gustaba nada en la vida, excepto el dinero. Pero si había algo que odiaba por encima de todo, era la Navidad.
– ¡Con que Feliz Navidad! ¿Qué es la Navidad? La época en la que eres un año más viejo y ni un poquito más rico. ¡A cada idiota que va por ahí diciendo “feliz Navidad”, lo cocinaría en su budín navideño!
El sobrino no pensaba así. De hecho, nadie pensaba como Scrooge. La Navidad era una época alegre, el momento de ser caritativo y amable con los demás. Por eso, el sobrino, no se rindió:
– Tío, no se enfade. Mañana es Navidad. Venga usted a comer a casa.
– ¡Buenas tardes! – respondió, seco, Scrooge, empujando a su sobrino hacia la puerta.
Al poco, dos hombres entraron en la contaduría, preguntando por Jacob Marley.
– Murió -les dijo Scrooge- ¿qué es lo que quieren?
Apenados por la noticia, los hombres le informaron de que estaban recaudando fondos para las personas necesitadas, para que tuvieran comida, bebida y carbón para calentarse. Y que esperaban que él se mostrara generoso.
– ¿Generoso? ¿yo? – rió el señor Scrooge, mientras acariciaba puñados de monedas – Esos necesitados de los que hablan… ¿es que no hay asilos para ellos? ¿es que no hay cárceles?
Los hombres titubearon.
– ¡Ni soy feliz en Navidad ni deseo hacer felices a los vagos! ¡Váyanse! De mí no sacarán ni un penique.
Tan pronto cerró la puerta tras aquellos buenos hombres, Scrooge miró fijamente a su empleado, y dijo:
– ¿Y supongo que usted mañana querrá el día libre, ¿no es así?
– Se lo agradecería mucho, señor – dijo Bob, tímidamente.
– Ahhh, si no le concediera libre el día de Navidad se sentiría usted agraviado, pero, ¿qué hay de mí? ¿no es un agravio tener que pagar el salario de un día a cambio de ningún trabajo? ¡Está bien! Pero más vale que al día siguiente no entre usted ni un minuto tarde.
El empleado se marchó, lleno de alegría, dándole las gracias muchas veces. Scrooge cerró la contaduría, cenó solo en la triste taberna de siempre y se encaminó a su casa.
El señor Scrooge vivía en un destartalado edificio de habitaciones frías y lúgubres. El patio estaba tan oscuro que Scrooge tuvo que ir a tientas, hasta alcanzar el viejo portalón, del que pendía una gran aldaba. Cuando sacó del bolsillo la llave y la metió en la cerradura, a pesar de la oscuridad, la vieja aldaba se convirtió en el fantasmagórico rostro de Marley. El señor Scrooge parpadeó, y la alucinación desapareció.
– Paparruchas – se dijo.
Giró la llave y entró. Adentro estaba to